Los niños de la casa son para el perro un humano más, aquellas vivencias que tenga con los menores serán para él igual de válidas que las que tiene con cualquier otro miembro de la familia, sin embargo el perro no es conocedor de que se trata de una persona aún sin un criterio formado y que su comportamiento podría estar condicionado por una educación en desarrollo.
Por esta razón, cuanto más consciente sea el niño de que la educación del perro es también su responsabilidad, más herramientas tendrá para discernir aquellas cuestiones que pueden afectar negativamente a la educación del can. El peligro está en que los niños puedan generar dinámicas de juego contrarias a la educación del perro, y que esto genere un conflicto que luego deba ser tratado por un adiestrador canino.
Aunque depende de la raza, adiestrar a un perro es relativamente fácil, son animales muy obedientes que desde cachorros están predispuestos a repetir pautas de comportamiento en función de pequeñas consecuciones de premio y de acciones segurizantes (el contacto físico, palabras en un tono cálido y claro, etc). Sin embargo, todo este trabajo “fácil” puede verse truncado por el juego con los niños de la casa.
Uno de los primeros problemas a la hora de entender la convivencia de niños y perros es conferir la responsabilidad del perro al menor. Los canes no son juguetes, sino seres vivos con cierta complejidad que no pueden quedar bajo la custodia de un menor. Esto lo sabemos, y es habitual que aquellas funciones de responsabilidad que deben hacer los niños, tales como pasearles, asegurarles la comida y bañarles, queden en manos de los padres a la primera de cambio. ¿Termina ahí la responsabilidad de los niños? En absoluto.
Los niños pueden desarrollar importantes actitudes de responsabilidad gracias a convivir en un hogar con perro, pero la cuestión más importante tanto para el menor como para el perro no es su intendencia, sino su educación. Hacer partícipe al niño de la educación del perro es importante para ambos y consigue un efecto muy importante: la empatía.
La empatía también se aprende, y desde niños se inicia una constante búsqueda de límites que está directamente relacionada con la percepción empática, ahí las mascotas juegan un papel preponderante pero que necesita de las pautas ineludibles de los padres.
El perro es un ser vivo fácil de desentrañar: tiene instintos, necesidades fisiológicas y necesita de adiestramiento. Si el niño comprende que molestar al perro o infudirle malos hábitos a la larga puede significar dañar al animal, estaremos otorgándole al menor el conocimiento de una responsabilidad mayor a sacarle de paseo o darle de comer, y a la vez le daremos una herramienta para la vida en sociedad de una importancia capital: la empatía hacia los demás seres vivos es un cuidado hacia la sociedad y hacia sí mismos.
Cuando tu hijo se porta mal con el perro, aun por encima de tus explicaciones, consejos y pautas, el responsable de ese mal comportamiento eres tú. Debes de tener en cuenta que el animal no debería estar solo con el menor hasta que estés plenamente seguro de que atenderá sus necesidades. Los perros no ejercen de canguro, ni están para entretener al niño, aún con las razas más pequeñas y dóciles, por seguridad, siempre debe haber un adulto presente.
Los niños tienden a buscar límites y juegan a transgredirlos, es parte de su autodescubrimiento del medio. Molestar al perro es uno de esos límites a superar, es común que los niños molesten al perro mientras come tan solo por ver el resultado, como travesura, pues este acto implica una interacción previsible: el perro quiere algo, pero tú lo evitas, así se genera el “juego”.
Igualmente, es común que los niños soplen al perro cuando este está desprevenido, o le den golpecitos molestos en el hocico. También pueden dejar al animal encerrado o sin acceso dónde él quiere ir. Todas estas situaciones pueden hacer que se activen mecanismos instintivos de defensa del animal, que empiece a ser menos dócil y a gruñir, ladrar y morder en ese o en otros momentos. Y si el niño ha estado solo con el animal repetidas veces y ha desarrollado estos malos hábitos será difícil de determinar el motivo por el que el perro se comporta así, por desventura: los perros no hablan y no pueden explicar qué situaciones han vivido a solas con el menor.
El momento en el que niño y perro se conocen es muy importante y define el conflicto y las soluciones que habrá que tener en cuenta para educar/adiestrar.
Un bebé en la familia podrá cambiar las dinámicas del perro, y esto en última instancia será interpretado por nosotros como celos. Uno de los errores habituales cuando nos referimos a los perros consiste en humanizar sus “reacciones” y etiquetarlas de celos, enfado o amor, emociones puramente humanas que no existen en el reino animal, no como las entendemos nosotros. Los perros actúan por mecanismos mucho más sencillos y en la mayoría de los casos se resumen en una sola cuestión: hábitos.
Cuando llega un bebé a la casa, todo el hogar se revoluciona. Los humanos tienen menos tiempo para dedicárselo al perro: menos paseos, menos tiempo para jugar. Puede que incluso se nos olvide cambiar el agua del perro, o que su comida no esté renovada tan puntualmente como es habitual. Es razonable que con la llegada de un bebé haya más personas en la casa de visita, más olores, más estímulos, más necesidad de silencio y menos tiempo para interactuar con el perro.
Esto, en suma, produce una quiebra en las rutinas del animal, una ruptura de sus hábitos. El perro puede comportarse con síntomas de molestia: más irascible y más pesado. Lo cual resulta evidente si analizamos cómo ha cambiado su vida. Y lo más importante: el animal no sabe que esto es temporal.
Para paliar esta situación es importante que no descuidemos la atención sobre el perro, la necesita. Y para que el can no focalice estos cambios en el bebé, los cambios inevitables pueden ser adelantarlos o promover un periodo de adaptación.
El vínculo de los niños con los perros acaba siendo muy profundo, pero no siempre es así a la inversa. Los perros no suelen sentirse identificados con los más pequeños de la casa, pues desarrollan su vínculo jerárquico con la familia partiendo del humano alfa, es decir, la persona que le provee de la comida y le saca a pasear. De esta forma estamos hablando de una relación de “amor” no tan compensada entre niños y perros.
Cuando el perro llega adoptado con cierta edad el reto se hace mayor, pues si no ha socializado con niños necesitará un periodo de adaptación mayor.
Los instintos de los perros se basan en tres pilares básicos: presa, territorialidad y dominancia. Ninguno de ellos consiste en entretener niños. Es importante que el menor comprenda que los perros tienen personalidad propia, promovida en parte por su raza, y que la regla más importante para comportarse con el perro es respetar su espacio.
Sin embargo, en ese caso cierta rudeza intrínseca de los niños funcionan de forma orgánica para establecer una jerarquía suficiente para que el perro entienda que el niño no está por debajo de ellos, sino por encima. Es decir, que los tirones del rabo, las molestias al comer y los empujones que le pueda dar el niño, siempre que no sea una cuestión de claro maltrato, están hasta cierto punto disculpados como estrategia natural para que el can comprenda la dominancia del niño por encima del perro.